jueves, diciembre 04, 2025

LA NAVIDAD - LAS SATURNALES - LA RESURRECCIÓN Y LA VIRGINIDAD DE MARÍA

COSAS DE GELY 

LA NAVIDAD - LAS SATURNALES - LA RESURRECCIÓN Y LA VIRGINIDAD DE MARÍA

A lo largo de los siglos, la humanidad ha aceptado sin pestañear historias que no nacieron de hechos verificables, sino de decisiones cuidadosamente tejidas para sostener estructuras de poder. La Navidad es quizá el ejemplo más evidente: una celebración que millones repiten cada año convencidos de que honra un acontecimiento concreto, cuando en realidad su fecha no surgió de ningún testimonio real sobre el nacimiento de Jesús. No hubo registro del día, del mes ni de la hora; nadie dejó constancia alguna. Fue solo cuando el Imperio romano necesitó unir a una población diversa bajo un mismo símbolo que se fijó el 25 de diciembre, una fecha ya cargada de festividades paganas. Lo que se presentó como una verdad espiritual no fue más que una maniobra política para absorber antiguos cultos y facilitar la aceptación de una nueva religión. Y durante siglos la gente lo celebró —y aún lo celebra— creyendo que responde a un hecho histórico, sin saber que fue una construcción destinada a controlar y cohesionar.

Algo similar ocurrió con la divinización de Jesús. La idea de que era Dios mismo no surgió de pruebas históricas, ni de experiencias directas verificables, sino de reuniones en las que líderes religiosos decidieron qué convenía enseñar. No se trataba de reconstruir hechos, sino de fijar una doctrina que eliminara disputas internas y diera autoridad absoluta al mensaje católico, que no cristiano, porque ser cristiano es algo bastante distinto que ser católico. Lo que para muchos se convirtió en una certeza espiritual empezó siendo un acuerdo político, sellado en documentos conciliares que reemplazaron la duda con dogmas, a pesar de que los dogmas y la verdad son incompatibles, la humanidad terminó aceptando que aquel predicador judío era una figura sobrenatural porque así se decretó, no porque la historia lo demostrara.

La virginidad de María siguió el mismo camino. No existe ningún registro contemporáneo que confirme un hecho biológico tan extraordinario, y sin embargo acabó imponiéndose como verdad indiscutible siglos después de los hechos. No fue la historia la que habló, sino la necesidad institucional de santificar la figura materna de Jesús para reforzar la devoción popular. Con el tiempo, millones de personas crecieron creyendo en una maternidad sin contacto humano, sin saber que esa creencia nació de debates teológicos tardíos, no de testimonios reales.

Y si hay un punto en el que la distancia entre fe y evidencia es más grande, es la resurrección. Nadie presenció el momento en que Jesús habría vuelto a la vida. No hubo ojos humanos que vieran el instante decisivo. Los relatos hablan de una tumba vacía, de apariciones posteriores, de interpretaciones hechas por seguidores que buscaban sentido después de la muerte de su líder. Nada más. No hay crónicas externas, no hay documentos contemporáneos que confirmen el suceso. Aun así, durante siglos se ha presentado como un hecho incuestionable, base de la religión y justificación de su autoridad. Pocas narraciones han tenido tanta influencia sobre tantos sin contar con pruebas materiales.

Lo impactante no es solo cómo nacieron estas ideas, sino cómo se mantuvieron. La humanidad entera terminó atrapada en relatos que se instalaron como verdades absolutas mientras se ocultaban sus raíces políticas. Miles de generaciones crecieron convencidas de que celebraban hechos reales, cuando en realidad reproducían tradiciones construidas para moldear su forma de pensar, su moral y su visión del mundo. La manipulación no fue un acto puntual, fue un proceso lento, persistente y efectivo que convirtió decisiones humanas en dogmas sagrados.

Y así, a pesar de que la historia muestra huecos, silencios y fabricaciones, hemos continuado transmitiendo estos relatos como si fueran hechos veridicos. Tal vez porque necesitamos creer en algo, tal vez porque tememos la incertidumbre, o quizá porque, durante demasiado tiempo, quienes escribían las reglas supieron utilizar los símbolos para gobernar no solo cuerpos, sino también conciencias. La Navidad que celebramos, la resurrección que se predica y la virginidad que se venera no son solo tradiciones: son el reflejo de cómo la humanidad puede ser guiada, moldeada y convencida de aceptar como verdad aquello que nació de estrategias humanas más que de hechos reales. Y lo más inquietante es que, incluso sabiendo esto, seguimos repitiendo las mismas historias, como si el simple paso del tiempo pudiera convertir una mentira en una verdad.

A pesar de todo lo que la historia y sus tergiversadores, hayan podido moldear o distorsionar, queda algo profundamente luminoso en la figura de Jesús, igual que en la de Buda: ambos fueron seres que caminaron la tierra con una mirada de compasión capaz de transformar a quienes los rodeaban. Más allá de dogmas, concilios y relatos añadidos con el tiempo, lo que permanece es la huella de su humanidad: la sencillez de unos hombres que hablaban de perdón, de amor al prójimo y de una vida más justa, y la serenidad de quienes enseñaban a liberarse del sufrimiento a través de la comprensión, la compasión y la bondad. Ambos invitaron a ver al otro como un hermano, a renunciar a la violencia, a construir paz desde gestos pequeños. Si algo verdadero dejaron —algo que no depende de instituciones ni de doctrinas— fue esa llamada a tratarnos con respeto, a vivir con empatía y a recordar que el mundo podría ser distinto si cada uno de nosotros eligiera actuar con el mismo amor que ellos enseñaron. Ese mensaje, tan simple y tan inmenso, sigue siendo el puente más hermoso entre todos los seres que habitan la Tierra. 



 

 


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