COSAS DE GELY
LO PÚBLICO ES DE TODOS, LO HEMOS PAGADO CON NUESTROS IMPUESTOS
Dicen que España es un país hecho de muchos paisajes, muchas voces y formas de pensar. Desde las montañas del norte hasta los olivares del sur, cada tierra tiene su manera de hablar, de vivir y de organizarse. Por eso, hace ya bastantes años, se decidió que cada región (a las que hoy se llaman Comunidades Autónomas) pudieran gobernarse en parte por sí mismas, “para cuidar mejor de sus gentes”.
Así nacieron diecisiete comunidades y dos ciudades autónomas, cada una con su propio gobierno, su presidente, sus leyes y sus responsabilidades. Pero todas forman parte del mismo país, y todas se sostienen con el dinero que ponemos entre todos cuando pagamos nuestros impuestos. Ese dinero se reparte: una parte la usa el Gobierno central y otra se transfiere a las comunidades para que puedan atender la sanidad, la educación, el medio ambiente, los servicios sociales y tantas otras cosas que hacen que la vida funcione.
En teoría, el sistema es hermoso: el Estado ayuda a cada comunidad según lo que necesita, para que todos tengamos lo mismo vivamos donde vivamos. Así, cuando un anciano se pone enfermo en Galicia o una niña empieza la escuela en Andalucía, ambos deberían tener las mismas oportunidades, los mismos derechos y la misma calidad en los servicios.
Pero en la práctica, la historia ha tomado otros caminos.
Con los años, exactamente desde cuando los partidos de derechas empezaron a gobernar dichas comunidades, todo empezó a cambiar, poniendo (cuando no vendiendo) la gestión de lo público en manos de empresas privadas, bajo la idea de que “lo privado gestiona mejor”. Así, poco a poco, lo que era de todos empezó a tener dueños, contratos, intereses y beneficios. Y cuando lo público se privatiza, los primeros en notarlo son siempre los más humildes.
Pienso en cómo era antes la sanidad. Los hospitales eran cien por cien públicos: con médicos, enfermeras y personal que dependía del Estado. Hoy, en algunas comunidades, una parte de esos servicios está en manos privadas. Eso significa que detrás hay empresas que buscan beneficios. Y cuando lo que se busca es ganar dinero, se ahorra donde más duele: en personal, en tiempo, en atención.
Han ocurrido cosas que duelen solo de pensarlas. Como el caso de las mujeres de las Comunidades Andaluza y Valenciana, (donde gobiernan Juan José Moreno Bonilla y Mazón, ambos del PP). Esas mujeres se hicieron una mamografía, y han pasado meses y años, sin recibir el resultado, e incluso es posible que muchas de ellas hallan muerto esperándolo. Y todo fue porque la gestión estaba externalizada y los informes se perdieron en los despachos. Familias que esperaron una operación que se retrasaba sin explicación, porque el hospital tenía conciertos con clínicas privadas que priorizaban a quien podía pagar. O profesionales de la salud agotados, porque faltan manos y recursos donde antes sobraba vocación.
En la educación sucede algo parecido. Los colegios públicos, que deberían ser el corazón de la igualdad, ven cómo se destinan más y más fondos a la enseñanza privada o concertada. A veces esos colegios privados reciben dinero público, pero no siempre aceptan a todos los niños: algunos piden cuotas, otros seleccionan según notas o circunstancias. ¿Y qué ocurre con los hijos de las familias más humildes? Van a escuelas con menos recursos, con aulas más llenas, con menos apoyo, mientras los demás estudian en mejores condiciones. Y así, lo que debería unir, termina separando. Y todo esto siempre ocurre en las comunidades gobernadas por el Partido Popular o conjuntamente con Vox
La historia se repite también en otros ámbitos. En el medio ambiente, por ejemplo. Durante los incendios del último verano, hubo lugares donde los montes ardieron sin control, y no porque faltaran manos solidarias, sino porque las brigadas forestales estaban gestionadas por empresas privadas con pocos medios y contratos temporales, y que casualidad, todos esos sitios estaban gobernados por gente del PP, Mañueco en Castilla y León, Rueda en Galicia, María Guardiola en Extremadura. Su modus operandi de actuar siempre es el mismo, menos prevención, menos vigilancia, menos inversión pública y más privatización. El resultado: bosques perdidos, animales muertos, familias evacuadas y un paisaje herido que tardará años en curarse.
Cuando lo público se privatiza, se debilita la red que protege a todos, sobre todo a quienes menos tienen. Porque el dinero público deja de ser una herramienta de justicia y se convierte en un negocio. Las familias humildes son las que más sufren, porque no pueden pagar seguros médicos privados, ni colegios de pago, ni tratamientos especiales. Se quedan con un sistema público cada vez más pobre, más lento, más desigual.
Y sin embargo, lo público no es un regalo del Estado: es algo que hemos pagado entre todos. Cada euro que se destina a una carretera, a un hospital o a una escuela viene de los impuestos que pagamos cuando compramos el pan, la luz o el gas. Por eso se dice que lo público es de todos. Y si es de todos, debería cuidarse como se cuida lo más valioso: con respeto, con transparencia y sin permitir que se convierta en un negocio para unos pocos.
Las Comunidades Autónomas tienen una gran responsabilidad: administrar bien ese dinero que les llega del Gobierno central. Algunas lo hacen, y la gente lo nota: hay hospitales que funcionan, escuelas que florecen, bosques que se protegen. Pero cuando ese dinero se usa para favorecer a lo privado o para hacer negocios disfrazados de gestión, el daño se siente en las calles, en los barrios y en la vida cotidiana de las personas.
Y ahí está el verdadero fondo de esta historia: lo público somos nosotros. No son los edificios ni los despachos. Son los niños que aprenden en una escuela gratuita, los mayores que reciben atención sin mirar su cuenta bancaria, las familias que encuentran en lo común una esperanza. Privatizar lo público es como vender los cimientos de una casa mientras la seguimos habitando: al principio no se nota, pero poco a poco se agrietan las paredes.
Por eso este cuento no es un cuento inventado, sino una advertencia real. No habla de fantasías, sino de hechos. Y su mensaje es claro: lo público se defiende porque nos iguala, porque nos cuida, porque sin ello los más débiles quedan a merced del mercado.
España no será un país justo si sus comunidades no ponen la vida de las personas por encima del negocio. Porque un aula vacía, un hospital sin personal o un bosque quemado no se reconstruyen con palabras, sino con compromiso.
Así nacieron diecisiete comunidades y dos ciudades autónomas, cada una con su propio gobierno, su presidente, sus leyes y sus responsabilidades. Pero todas forman parte del mismo país, y todas se sostienen con el dinero que ponemos entre todos cuando pagamos nuestros impuestos. Ese dinero se reparte: una parte la usa el Gobierno central y otra se transfiere a las comunidades para que puedan atender la sanidad, la educación, el medio ambiente, los servicios sociales y tantas otras cosas que hacen que la vida funcione.
En teoría, el sistema es hermoso: el Estado ayuda a cada comunidad según lo que necesita, para que todos tengamos lo mismo vivamos donde vivamos. Así, cuando un anciano se pone enfermo en Galicia o una niña empieza la escuela en Andalucía, ambos deberían tener las mismas oportunidades, los mismos derechos y la misma calidad en los servicios.
Pero en la práctica, la historia ha tomado otros caminos.
Con los años, exactamente desde cuando los partidos de derechas empezaron a gobernar dichas comunidades, todo empezó a cambiar, poniendo (cuando no vendiendo) la gestión de lo público en manos de empresas privadas, bajo la idea de que “lo privado gestiona mejor”. Así, poco a poco, lo que era de todos empezó a tener dueños, contratos, intereses y beneficios. Y cuando lo público se privatiza, los primeros en notarlo son siempre los más humildes.
Pienso en cómo era antes la sanidad. Los hospitales eran cien por cien públicos: con médicos, enfermeras y personal que dependía del Estado. Hoy, en algunas comunidades, una parte de esos servicios está en manos privadas. Eso significa que detrás hay empresas que buscan beneficios. Y cuando lo que se busca es ganar dinero, se ahorra donde más duele: en personal, en tiempo, en atención.
Han ocurrido cosas que duelen solo de pensarlas. Como el caso de las mujeres de las Comunidades Andaluza y Valenciana, (donde gobiernan Juan José Moreno Bonilla y Mazón, ambos del PP). Esas mujeres se hicieron una mamografía, y han pasado meses y años, sin recibir el resultado, e incluso es posible que muchas de ellas hallan muerto esperándolo. Y todo fue porque la gestión estaba externalizada y los informes se perdieron en los despachos. Familias que esperaron una operación que se retrasaba sin explicación, porque el hospital tenía conciertos con clínicas privadas que priorizaban a quien podía pagar. O profesionales de la salud agotados, porque faltan manos y recursos donde antes sobraba vocación.
En la educación sucede algo parecido. Los colegios públicos, que deberían ser el corazón de la igualdad, ven cómo se destinan más y más fondos a la enseñanza privada o concertada. A veces esos colegios privados reciben dinero público, pero no siempre aceptan a todos los niños: algunos piden cuotas, otros seleccionan según notas o circunstancias. ¿Y qué ocurre con los hijos de las familias más humildes? Van a escuelas con menos recursos, con aulas más llenas, con menos apoyo, mientras los demás estudian en mejores condiciones. Y así, lo que debería unir, termina separando. Y todo esto siempre ocurre en las comunidades gobernadas por el Partido Popular o conjuntamente con Vox
La historia se repite también en otros ámbitos. En el medio ambiente, por ejemplo. Durante los incendios del último verano, hubo lugares donde los montes ardieron sin control, y no porque faltaran manos solidarias, sino porque las brigadas forestales estaban gestionadas por empresas privadas con pocos medios y contratos temporales, y que casualidad, todos esos sitios estaban gobernados por gente del PP, Mañueco en Castilla y León, Rueda en Galicia, María Guardiola en Extremadura. Su modus operandi de actuar siempre es el mismo, menos prevención, menos vigilancia, menos inversión pública y más privatización. El resultado: bosques perdidos, animales muertos, familias evacuadas y un paisaje herido que tardará años en curarse.
Cuando lo público se privatiza, se debilita la red que protege a todos, sobre todo a quienes menos tienen. Porque el dinero público deja de ser una herramienta de justicia y se convierte en un negocio. Las familias humildes son las que más sufren, porque no pueden pagar seguros médicos privados, ni colegios de pago, ni tratamientos especiales. Se quedan con un sistema público cada vez más pobre, más lento, más desigual.
Y sin embargo, lo público no es un regalo del Estado: es algo que hemos pagado entre todos. Cada euro que se destina a una carretera, a un hospital o a una escuela viene de los impuestos que pagamos cuando compramos el pan, la luz o el gas. Por eso se dice que lo público es de todos. Y si es de todos, debería cuidarse como se cuida lo más valioso: con respeto, con transparencia y sin permitir que se convierta en un negocio para unos pocos.
Las Comunidades Autónomas tienen una gran responsabilidad: administrar bien ese dinero que les llega del Gobierno central. Algunas lo hacen, y la gente lo nota: hay hospitales que funcionan, escuelas que florecen, bosques que se protegen. Pero cuando ese dinero se usa para favorecer a lo privado o para hacer negocios disfrazados de gestión, el daño se siente en las calles, en los barrios y en la vida cotidiana de las personas.
Y ahí está el verdadero fondo de esta historia: lo público somos nosotros. No son los edificios ni los despachos. Son los niños que aprenden en una escuela gratuita, los mayores que reciben atención sin mirar su cuenta bancaria, las familias que encuentran en lo común una esperanza. Privatizar lo público es como vender los cimientos de una casa mientras la seguimos habitando: al principio no se nota, pero poco a poco se agrietan las paredes.
Por eso este cuento no es un cuento inventado, sino una advertencia real. No habla de fantasías, sino de hechos. Y su mensaje es claro: lo público se defiende porque nos iguala, porque nos cuida, porque sin ello los más débiles quedan a merced del mercado.
España no será un país justo si sus comunidades no ponen la vida de las personas por encima del negocio. Porque un aula vacía, un hospital sin personal o un bosque quemado no se reconstruyen con palabras, sino con compromiso.
Así que la próxima vez que alguien diga que lo público no funciona, recordemos que lo público funciona cuando se cuida y falla cuando se abandona. Y que no hay mejor inversión que aquella que protege a todos, especialmente a los que menos tienen.
Porque al final, lo público no es de nadie, es de todos. Porque lo hemos pagado con nuestro trabajo, con nuestros impuestos y con nuestra esperanza.
En España, cuando un partido de derechas entra a gobernar en una comunidad autónoma, lo desmantela todo aunque funcione, después lo privatiza, y todo deja de funcionar. Solo hay que recordar para darse cuenta de ello, los hechos ocurridos trás las últimas elecciones, Dana de Valencia, Incendios en Castilla León, Galicia, Extremadura, y mujeres aterradas en Andalucía por la desaparición de miles de mamografías.