El Demiurgo, el Gnosticismo y la construcción del dogma Católico: una mirada desde el alma
Introducción
A lo largo de los siglos, el mensaje original de Jesús y las creencias de los primeros cristianos fueron transformadas, adaptadas e incluso silenciadas. Este artículo explora la figura del Demiurgo desde la filosofía platónica y el gnosticismo, revelando cómo la Iglesia nacida del Concilio de Nicea reescribió las bases del cristianismo, divinizando a Jesús y convirtiendo a María en virgen y madre de Dios. Una reflexión profunda y sencilla sobre la verdadera naturaleza espiritual del ser humano y el poder del conocimiento interior.
Desde los inicios de la historia espiritual de Occidente, uno de los conceptos más intrigantes y a la vez fundamentales para entender la tensión entre diferentes visiones del mundo, ha sido la figura del Demiurgo. Este personaje, a medio camino entre dios creador y artífice menor, ha sido interpretado de formas muy distintas según la tradición que lo mencione. En la filosofía platónica, el Demiurgo es un ser benévolo, una inteligencia ordenadora que, contemplando las Ideas eternas, plasma en la materia un reflejo imperfecto del mundo ideal. No es un dios creador en el sentido judeocristiano, sino más bien un organizador del caos, un mediador entre lo eterno y lo sensible.
Sin embargo, en el pensamiento gnóstico (y especialmente en los primeros siglos del cristianismo, antes de su institucionalización) el Demiurgo adquiere un rostro muy distinto. Para los gnósticos, este ser no es un dios bueno, ni un artífice sabio, sino un ente ignorante y arrogante, que creyéndose el único dios, se pone a crear un mundo imperfecto, material y corrupto. Un mundo donde el alma humana queda atrapada en la prisión del cuerpo, olvidando su origen divino. Esta visión rompe de manera radical con la idea de un Dios creador omnipotente y bondadoso. Para los gnósticos, el verdadero Dios, el Dios incognoscible y eterno, está más allá de la creación material; es pura luz y conciencia. Y Jesús, lejos de ser su encarnación literal en un cuerpo físico, sería más bien un ser iluminado, un mensajero enviado para despertar a las almas dormidas y recordarles su origen divino.
Es importante entender que el gnosticismo no era una corriente menor ni marginal en los primeros siglos del cristianismo. Fue, de hecho, una forma viva y extendida de espiritualidad cristiana, que ponía el acento en la experiencia directa del conocimiento interior (el "gnosis") más que en los dogmas o la obediencia a una autoridad religiosa externa. Los gnósticos no veían a Jesús como Dios hecho carne, sino como un maestro de sabiduría, un liberador del alma, alguien que vino a enseñarnos a mirar hacia adentro, no a obedecer rituales externos. Este mensaje, profundamente liberador y empoderador, chocaba frontalmente con la visión que estaba tomando forma en la Iglesia oficial.
Fue en el siglo IV, con el Concilio de Nicea en el año 325, que se impuso por decreto imperial una versión única del cristianismo. Constantino, emperador romano, convocó este concilio no por motivos espirituales, sino políticos: necesitaba una religión unificada que diera cohesión al imperio. Lo que se discutió allí no fue solo la divinidad de Jesús, sino qué versión del cristianismo iba a ser considerada ortodoxa y cuál sería perseguida como herética. Y fue ahí donde triunfó una narrativa que divinizaba a Jesús, lo convertía en el Hijo de Dios, igual en sustancia al Padre, y eliminaba de un plumazo todas las visiones alternativas, entre ellas la gnóstica.
De esta manera, el Demiurgo, tal como lo concebían los gnósticos, fue ocultado, ridiculizado o reinterpretado. La visión de un dios inferior, creador de un mundo corrupto, que mantenía a las almas encadenadas a la materia, no tenía cabida en una religión que necesitaba un Dios todopoderoso, creador de todo, incluso de lo imperfecto, incluso del mal. El resultado fue una profunda tergiversación de la figura de Jesús: de maestro interior a figura divina inalcanzable; de guía hacia el conocimiento personal a objeto de culto dogmático.
Pero la transformación no se detuvo allí. En ese mismo movimiento de construcción doctrinal, también se fue perfilando el culto a María. Aunque en los evangelios apenas se habla de ella, en los siglos siguientes fue elevada progresivamente, hasta que, con el tiempo, fue declarada “siempre virgen”, algo que no estaba presente en los textos originales ni en la tradición oral más antigua. Esta virginidad no solo era física, sino simbólica, reforzando la pureza inmaculada que se quería proyectar en una figura femenina que, al mismo tiempo, servía como modelo de sumisión, entrega y santidad idealizada. Así, María se fue convirtiendo en una especie de diosa madre dentro de un cristianismo monoteísta, llenando un vacío espiritual que muchas culturas necesitaban cubrir.
Y fue precisamente en España donde esta figura alcanzó un nivel de devoción impresionante. María no solo se convirtió en madre de Dios, sino en patrona de prácticamente todas las aldeas, pueblos y ciudades del país. En muchos casos, su imagen ocupa el lugar central en los altares, desplazando incluso al propio Jesús. Hay vírgenes negras, vírgenes blancas, vírgenes con niño, vírgenes sin niño, vírgenes vestidas con trajes regionales, vírgenes que lloran, vírgenes que hacen milagros. En cada rincón de España hay una María a la que se reza, se venera y se saca en procesión. La emisora de radio de la Iglesia, se llama Radio María. La propia Iglesia se define como "Mariana", lo cual dice mucho del lugar que ocupa esta figura dentro de la religiosidad popular y oficial. La doctrina de la Iglesia está llena de sucesos inverosímiles como este, relatos imposibles, improbables y fuera de toda realidad, a los que llaman Fe, que se caracterizan por su creatividad, fantasía y elementos sorprendentes. Los despropósitos de esta organización llegan a extremos inauditos, como el pedir que seamos ciegos. La fe nos dicen, es ciega, y es la aceptación de una creencia sin pruebas, razonamientos o cuestionamientos, incluso frente a la evidencia contraria. Y llevan viviendo de esto más de 2.000 años.
Resulta paradójico que una religión que nació con un mensaje profundamente interior, simbólico y transformador, acabe convirtiéndose en una estructura rígida, jerárquica y profundamente dependiente de símbolos externos, como vírgenes, reliquias, dogmas impuestos y rituales repetitivos. Lo que los gnósticos proponían era una espiritualidad vivida desde dentro, una relación directa entre el alma y la fuente divina, sin necesidad de intermediarios. Pero eso era peligroso para el poder. No es casualidad que fueran perseguidos, sus textos quemados, sus ideas tachadas de herejía. Porque un alma que se reconoce divina ya no necesita templos, ni sacerdotes, ni estructuras de control.
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Y hoy, siglos después, aún podemos ver los efectos de aquella decisión política disfrazada de espiritualidad. La figura del Demiurgo gnóstico ha sido sustituida por un dios que premia o castiga según el cumplimiento de normas externas. Jesús ha sido encerrado en una divinidad inaccesible, convertido en objeto de adoración en lugar de guía hacia la liberación interior. Y María, elevada al rango de diosa madre, es hoy más venerada que su propio hijo, especialmente en países como España, donde lo espiritual muchas veces se mezcla con lo folklórico, y lo sagrado con lo institucional.
Pero hay quienes siguen buscando. Hay quienes sienten que la verdad no está en los altares dorados ni en las doctrinas repetidas, sino en el silencio interior, en el conocimiento profundo de uno mismo, en el despertar de esa chispa divina que los gnósticos llamaban “pneuma”. Tal vez, al volver a mirar hacia esas antiguas corrientes espirituales, podamos recuperar algo del mensaje original que Jesús (el verdadero maestro interior) vino a compartir. Que el Reino de Dios está dentro de nosotros, no fuera.
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