COSAS DE GELY
Llevo mucho tiempo observando como se desenvuelve la vida de los humanos en su planeta, y he llegado a la siguiente conclusión: es notorio que, desde que los terrícolas empezaron a levantar piedras y a mirar al cielo buscando respuestas, ha existido también el deseo de dominar y de someter. En lugares como Göbekli Tepe, hace más de once mil años, ya se levantaban templos antes incluso de que existieran los pueblos o los reyes. Aquello demuestra que las religiones y el poder nacieron juntos, que alguien comprendió muy pronto que quien controla lo que otros creen, controla también sus vidas. Desde entonces, la historia de los pobladores de la tierra, no ha sido más que una larga cadena de obediencias.
Con el paso de los siglos, surgieron las primeras ciudades y con ellas los reyes, los ejércitos, las clases sociales. Los hombres comenzaron a dividirse entre los que mandaban y los que obedecían. Y aunque todos eran iguales ante la naturaleza, unos se hicieron pasar por elegidos de los dioses, y superiores por derecho. A los demás les tocó aceptar su papel, trabajar, pagar tributos y tener fe. Así nació la desigualdad: no como una necesidad natural, sino como una construcción humana para mantener el poder de unos pocos.
La religión, que pudo haber sido una guía espiritual, terminó siendo una herramienta de control. Durante milenios, se utilizó para sembrar miedo, culpa y sumisión. Se enseñó que la vida terrenal debía ser sufrimiento y obediencia, y que el premio llegaría después de la muerte. Mientras tanto, los templos crecían en riqueza, y los hombres sencillos, los que labraban la tierra o amasaban el pan, seguían siendo los mismos esclavos que antes, solo que con otro nombre. La promesa del cielo sirvió para justificar la miseria en la tierra.
Después llegó la política, y con ella una nueva forma de manipulación. Ya no se hablaba en nombre de los dioses, sino del pueblo, de la justicia, de la libertad. Pero las promesas seguían vacías. Los poderosos cambiaron de traje, no de intención. Hoy la política es un juego sucio donde el engaño es costumbre, donde el que más miente es el que más gana, y donde la verdad no tiene espacio porque estorba. Los partidos se venden como productos y los votantes son clientes, no ciudadanos. les hacen creer que deciden, pero las decisiones reales se toman mucho más arriba, en lugares donde el dinero dicta lo que vale cada vida.
La justicia, que debería ser el equilibrio del mundo, ha sido siempre frágil. Se aplica de forma distinta según el bolsillo, la influencia o la apariencia. No todos tienen derecho a la verdad. No todos pueden defenderse. Y muchos inocentes cargan con culpas que no son suyas, mientras otros se libran porque su poder los protege. Así se perpetúa un sistema donde el crimen más grande no es robar, explotar o mentir, sino ser pobre y no poder defenderte.
A lo largo de la historia humana, el miedo ha sido la herramienta más eficaz de dominio. La burguesía acaudalada y los poderes indecentes, han elaborado las normas para que todos los pobladores del planeta fueran educados en el miedo, inculcándoles el temor al castigo, a la pérdida, a la diferencia. A través del miedo se doblega la mente, se rompen las voluntades, se apagan los sueños. A quien tiene miedo se le puede ordenar, y a quien se siente culpable se le puede esclavizar sin cadenas. Por eso los poderosos siempre han sabido mezclar el miedo con la culpa: para que cada ser humano cargue con un peso invisible que lo mantenga dócil.
En el planeta Tierra, los seres que lo pueblan, ya no necesitan dioses castigadores: ahora tienen pantallas, publicidad, noticias que los manipulan cada día. Les llenan la cabeza con falsas urgencias, con deseos que no son suyos. Les enseñan a admirar a los ricos, a los famosos, (cantantes, fubolistas, etcétera) a competir sin descanso, a buscar reconocimiento en lugar de verdad. los distraen con miles de estímulos mientras el planeta se consume, mientras millones de personas viven sin agua, sin comida, sin esperanza. Y lo más triste es que muchos ya no se dan cuenta de ello. Han perdido la conciencia de lo que son: seres humanos, iguales, vulnerables, capaces de sentir y de cuidar.
Hoy el dinero se ha convertido en el nuevo dios. Quien lo tiene puede comprar justicia, poder, salud, incluso vidas. Y quiénes no lo tienen, deben aceptar su destino. La acumulación de riqueza ha destruido el sentido de comunidad; los ha vuelto a todos desconfiados, individualistas, fríos. La codicia ya no se disimula: se celebra. Los hombres más ricos del planeta poseen más que países enteros, mientras niños mueren de hambre en el mismo mundo. Y esa injusticia, tan gigantesca, parece ya una rutina que nadie cuestiona.
Las guerras, que deberían avergonzarlos como especie, siguen siendo el negocio más rentable. Se matan inocentes en nombre de la paz, se destruyen pueblos enteros en nombre de la libertad. Los medios repiten los discursos del poder mientras el sufrimiento se convierte en espectáculo. Y la humanidad, anestesiada por la rutina, apenas reacciona. Han normalizado la maldad, el hambre, la miseria.
Lo más doloroso es que todo esto no les fue impuesto de un día para otro. Lo han ido permitiendo poco a poco, generación tras generación. Se han dejado convencer, y han ido aceptando que no hay otra forma de vivir, de que la injusticia es inevitable, de que el egoísmo es natural. Pero no lo es. Lo natural sería ayudarse, compartir, cuidar unos de otros y del planeta. Lo natural sería sentir compasión.
Han perdido la libertad exterior, porque desde hace mucho tiempo perdieron la interior. Les cuesta pensar por ellos mismos, cuestionar, detenerse. La verdadera libertad no es hacer lo que uno quiere, sino comprender lo que uno es. Y eso, el sistema no lo permite, porque una persona consciente ya no se deja manipular.
El mundo podría ser distinto, si los humanos que lo habitan recordaran algo que, olvidaron hace milenios, nadie es más que nadie. Que ninguna bandera, religión o ideología puede justificar el dolor humano. Que todos son de la misma tierra y forman parte de ella. Si entendieran eso, el poder dejaría de tener sentido, la codicia dejaría de tener valor y la justicia podría, por fin, ser justa. Pero para llegar ahí, tienen que mirar de frente la verdad: y darse cuenta de que han sido manipulados, engañados, y se han dejado mangonear y ahora les toca despertar.
Tal vez no puedan cambiar la historia entera, pero quizás sí podrían recuperar la conciencia que les fue arrebatada. Y cuando eso ocurra, cuando vuelvan a sentir el valor de una vida, la dignidad de un gesto honesto y el amor por los demás, entonces, posiblemente la humanidad tendrá una oportunidad real de empezar de nuevo. No por miedo ni por obligación, sino por conciencia. Y esa, la conciencia, es la forma más profunda y auténtica de libertad que existe.


























