COSAS DE GELY
ALEGORÍA AL EGÓLATRA DONALD TRUMP Y FAMILIA
Alegoría de un ególatra monstruoso llamado Donald Trump y su familia.
En un vasto reino, lleno de torres de cristal y muros de oro, existía un hombre llamado Donald, cuyo ego era tan grande que lo hacía caminar erguido como si desafiara las estrellas mismas. Este hombre, Donald Trump, vivía en un palacio rodeado de espejos, donde su rostro era el único que nunca dejaba de observar. Los espejos no reflejaban la realidad, sino la imagen que él deseaba ver, una figura omnipotente, invencible, cuya palabra era ley. Los que lo seguían, ciegos ante su aura de poder, aplaudían cada uno de sus gestos, aunque no entendieran realmente su significado.
Donald no conocía la humildad ni la compasión. Su vida era una serie de victorias vacías y promesas rotas. Se encontraba rodeado de riquezas, pero su corazón estaba incrustado en un iceberg de hielo, incapaz de ver más allá de su propio reflejo. Cada vez que alguien osaba desafiarlo o cuestionar su grandeza, se levantaba con furia, como un volcán que escupe lava, sin importarle a quién destruyera en el camino. Los que le desafiaban eran llamados “enemigos”, y los que no se arrodillaban ante su figura eran llamados “traidores”.
Su rencor no conocía límites. Cada derrota, por más pequeña que fuera, se guardaba en su memoria como un veneno que nunca dejaba de consumirlo. El rey de este reino, ya envejecido, temía que el reino se desmoronara bajo la tiranía de un hombre que pensaba que la tierra giraba solo a su alrededor.
Un día, Donald, en su eterna búsqueda de poder, subió a la cima de la Torre de Cristal para proclamarse como el líder indiscutido. Pero en su camino, vio reflejada una imagen de sí mismo, una versión más vacía, menos imponente. En ese instante, algo en su interior se resquebró, pero como siempre, eligió ignorarlo. Sus seguidores seguían aplaudiendo, cegados por el brillo de su oro, incapaces de ver la oscuridad que habitaba en su alma.
Un día, Donald, en su eterna búsqueda de poder, subió a la cima de la Torre de Cristal para proclamarse como el líder indiscutido. Pero en su camino, vio reflejada una imagen de sí mismo, una versión más vacía, menos imponente. En ese instante, algo en su interior se resquebró, pero como siempre, eligió ignorarlo. Sus seguidores seguían aplaudiendo, cegados por el brillo de su oro, incapaces de ver la oscuridad que habitaba en su alma.
Donald, entonces, lanzó una palabra al viento. No era una palabra de paz ni una de reconciliación, sino una palabra que hería, que separaba, que construía muros entre los hombres. Los ecos de su voz resonaron en todos los rincones del reino, alimentando más y más su propia imagen. Cuanto más hería a otros, más se alimentaba su ego, pero a medida que lo hacía, la tierra temblaba bajo sus pies. Nadie en el reino se atrevió a cuestionar su reinado, pero la falta de amor y de unión comenzaba a consumirlo todo, desde la justicia hasta la esperanza.
Pero lo más trágico de su historia no fue solo su caída, sino cómo su familia, aquellos que debían ser sus guías, se convirtieron en cómplices de su ceguera y destrucción. En lugar de ser un faro de luz que le guiara fuera de la oscuridad de su ego, su familia se alineó tras él como una corte de sombras, refrendando cada palabra, aplaudiendo cada uno de sus gestos, aunque sabían que la marea de destrucción que dejaba a su paso ya había alcanzado las orillas del reino.
Sus hijas, eran como princesas atrapadas en un castillo de oro, lo observaban desde lejos, pero en vez de cuestionar las grietas que comenzaban a formarse en la figura de su padre, preferían vivir en la ilusión de que todo marchaba bien, que él era infalible. Se apresuraban a reforzar sus discursos, a darle la razón en todo, como si hacerle ver sus errores fuera una traición a la sangre que los unía. Sin darse cuenta, contribuían a tejer la telaraña de su desesperación, permitiéndole creer que sus actos, por egoístas y destructivos que fueran, eran justificados.
Sus hijos, por otro lado, se mantenían en silencio, observando, pero sin atreverse a hablar. La figura de Donald imponía respeto y temor, y aunque los jóvenes veían las sombras del daño que se extendían por todo el reino, temían que cualquier palabra en contra de el podría hacerles perder su lugar al lado de su padre y, la seguridad que su apellido les brindaba. Así, callaban, como los demás, y le aplaudían, aunque no podían ignorar el profundo vacío que se extendía entre ellos, más grande cada día.
La esposa de Donald, que alguna vez lo había amado con la esperanza de que su grandeza se transformara en algo más profundo y noble, ahora vivía en su propio laberinto de conformismo. En lugar de hablarle con la verdad, de enfrentarlo con amor y esperanza de redención, prefería vivir en la burbuja de su riqueza y su estatus, olvidando que el alma de su esposo se estaba consumiendo, que su corazón se secaba por la falta de compasión. Su apoyo no era un acto de amor, sino una aceptación pasiva de una existencia vacía, como si la vida real no tuviera cabida en el castillo de cristal.
Y así, la familia de Donald, lejos de señalarle el daño que causaba a su entorno y a sí mismo, se mantenía en un círculo vicioso de aprobación ciega, viviendo en una comodidad ilusoria. Ellos también se habían convertido en prisioneros de la torre, incapaces de ver que el verdadero amor, el único que podría salvarlos, era aquel que les hubiera impulsado a desafiarse mutuamente, a abrir los ojos ante la destrucción que se gestaba. Pero, por miedo o por conveniencia, preferían ignorarlo, permitiendo que el ególatra siguiera arrastrándolos más y más hacia el abismo.
El reino de Donald Trump, aunque resplandecía por fuera, se pudría por dentro. Nadie podía negar su dominio sobre la superficie, pero su alma, llena de rencor, egoísmo y furia, lo aislaba cada vez más de la verdad y la realidad que lo rodeaba. Nadie podría salvarlo, pues su propio ególatra rencor lo mantenía prisionero en su propia torre de cristal.
El tiempo, al final, esparciría las cenizas de su reino, recordando a todos que el poder sin amor, sin reflexión, no es más que una sombra que se desvanece con el viento.
Esta alegoría combina la figura monstruosa de Donald Trump con la inacción y complicidad de su familia, creando una imagen de aislamiento y autodestrucción que resulta de la falta de confrontación amorosa y de las consecuencias de un ego desmesurado.
El tiempo, al final, esparciría las cenizas de su reino, recordando a todos que el poder sin amor, sin reflexión, no es más que una sombra que se desvanece con el viento.
Esta alegoría combina la figura monstruosa de Donald Trump con la inacción y complicidad de su familia, creando una imagen de aislamiento y autodestrucción que resulta de la falta de confrontación amorosa y de las consecuencias de un ego desmesurado.
La Real Academia Española (RAE) define alegoría como la representación de ideas o hechos a través de personajes u objetos. Se trata de una figura retórica que utiliza metáforas sucesivas para expresar un sentido figurado.
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